Desarrollo personal

La activista y el colibrí

No hay comentarios

La activista y el colibrí

Sinopsis de «La activista y el colibrí»

Eva es una joven que dedica sus días a proteger espacios naturales y a denunciar situaciones que afectan al equilibrio del planeta. Su agenda se llena de correos, peticiones y eventos donde se siente observada por quienes la animan y por quienes la critican. Sin embargo, poco a poco, va perdiendo la ilusión que un día la impulsó a sumarse a diferentes movimientos: la magnitud de los problemas ambientales la abruma, y sus fuerzas parecen desvanecerse al ver que las soluciones avanzan con lentitud.

En busca de aire fresco, decide unirse a una comitiva que viaja a una comunidad indígena para documentar prácticas ancestrales de cultivo respetuoso con la tierra. Imagina que descubrirá datos valiosos sobre ese modo de vida, convencida de que logrará impulsar cambios más profundos al difundir lo que aprenda. Pero, al llegar, se encuentra con una realidad reveladora.

Ser feliz o tener razón

Relato de «La activista y el colibrí»

Eva se despertó antes del amanecer, con el sonido de su teléfono inundando el cuarto. Se frotó los ojos y miró la pantalla: llegaban notificaciones de mensajes urgentes. Le parecía que el mundo entero esperaba de ella una respuesta inmediata. Su objetivo de aquella consistía en asistir a un encuentro con un grupo de personas involucradas en causas ambientales. El lugar estaba a más de dos horas en autobús, cerca de una reserva natural donde se presionaba para impedir la tala masiva de árboles. Preparó su mochila y salió a toda prisa, con el corazón agitado.

A lo largo del trayecto revisó titulares de noticias que hablaban de bosques devastados, de especies que desaparecían y de mares contaminados. Sintió una punzada en el pecho. Se veía pequeña ante un panorama tan amplio, como si aquello rebasara su capacidad de acción. Recordó sus inicios cuando, con apenas dieciocho años, se apuntó a una asociación de voluntariado. Por entonces, sentía ímpetu, ganas de cambiarlo todo, de rescatar cada árbol. Con el paso del tiempo, se dio cuenta de que el ritmo de avance era lento, y comprendió que faltaba cooperación a gran escala para conseguir resultados duraderos.

En el encuentro al que asistía aquel día, debía presentar un informe sobre los microplásticos en ciertos ríos. Había pasado noches en vela revisando datos, elaborando gráficas y preparando un discurso. Sin embargo, al llegar a la sala y mirar las caras cansadas de quienes la escuchaban, percibió la desgana en su interior. Les habló de cifras, compartió hallazgos preocupantes y propuso posibles soluciones. Algunos aplaudieron, otros se encogieron de hombros, y un par de asistentes cuestionaron si era realista pensar en revertir tanta contaminación.

Las aventuras de Pablo

Al terminar, se quedó con la vista clavada en el vacío. El teléfono seguía vibrando con nuevas peticiones: gente que la invitaba a marchas, oradores solicitando su participación en eventos, contactos exigiendo más información. Ese panorama, que en otro momento la habría hecho sentir orgullosa, ahora la sobrepasaba. Se dirigió a una cafetería cercana, tomó asiento en una esquina y respiró, intentando calmar sus pensamientos. Allí, una amiga le mencionó que existía un grupo de investigación interesado en visitar una comunidad indígena. Preparaban un viaje para aprender sus métodos de agricultura y recolección sostenible. Al instante sintió un impulso: una parte de ella deseaba alejarse de la rutina, aunque fuera por unos días.

Durante varias semanas organizó el viaje con el grupo. La comunidad se encontraba en una región selvática, alejada de grandes ciudades. Las carreteras eran precarias, y el clima solía ser húmedo y caluroso. Eva pensó que, al absorber la sabiduría de esas personas, tal vez regresaría con más argumentos para concienciar a su entorno. Además, anhelaba un respiro: bajar el ritmo, caminar junto a quienes cuidaban la tierra con métodos ancestrales y oír sus historias.

La expedición comenzó en un vuelo que los dejó en la capital de la provincia. Desde allí, subieron a un autobús pintoresco, con maletas atadas en el techo. Avanzaron por caminos irregulares, atravesando zonas con vegetación tupida. A lo lejos se veían cerros cubiertos de nubes, y un río que serpenteaba con un brillo plateado. Eva llevaba un cuaderno donde anotaba lo que veía: árboles de copas inmensas, aves que lanzaban cantos sorprendentes, y un aire húmedo que parecía abrazarlo todo.

Cómo publicar un libro

Tras un día entero de trayecto, el grupo descendió en un caserío donde la comunidad los recibió con sonrisas tímidas. Un hombre alto, con un sombrero de paja, les ofreció agua fresca y se presentó como uno de los líderes. A su lado, varias personas con ropas coloridas y miradas curiosas los invitaban a entrar en una sala comunal, construida con madera y techo de hojas tejidas. El sol se filtraba por rendijas, formando haces de luz en el ambiente.

Mientras el resto del grupo empezaba a instalar cámaras y grabadoras, Eva se sintió atraída por los alrededores. Salió de la sala y caminó hasta un claro, donde distinguió el murmullo de un riachuelo. Pensaba en los datos que había leído sobre la deforestación de esa selva, recordaba gráficas que mostraban cómo la tala crecía de manera preocupante. Sin embargo, al sentir la brisa y al percibir la vitalidad del lugar, experimentó una especie de contradicción: quería alzar la voz frente a injusticias, pero también ansiaba contemplar con calma todo lo que la rodeaba.

En la tarde, el grupo se reunió de nuevo. Uno de los anfitriones compartió la tradición local de cultivar sin agotar el suelo y de cazar respetando ciclos naturales. Eva prestaba atención, haciendo preguntas, grabando respuestas. A veces quería intervenir para proponer nuevas técnicas de conservación, pero decidió escuchar. Su mente, que solía adelantarse a cada inconveniente, por un instante se relajó.

Cómo publicar un eBook

Antes de caer la noche, un anciano anunció que, en la cocina comunitaria, prepararían una cena con vegetales y frutas recién recolectadas. Eva observó cómo cortaban y sazonaban los alimentos con hierbas aromáticas. Conoció a una mujer mayor, de cabellos trenzados, que movía los guisos en un fuego de leña. Tenía una piel surcada por el paso de los años y unos ojos llenos de luz. Le invitó a sentarse en un taburete y le ofreció un cuenco de caldo humeante.

El aroma era intenso, y el sabor le recordó sus días de infancia, cuando su abuela le cocinaba sopas de verduras con hierbas del jardín. Al terminar, notó que la anciana la miraba con ternura.

—Te has visto inquieta durante la explicación de la siembra —comentó la mujer—. ¿Te preocupa algo?

Eva, sorprendida de que se dirigiera a ella de esa forma tan directa, guardó silencio unos segundos. Se tapó la boca con la mano, dudando si debía hablar de lo que sentía. Al final, no aguantó la tentación de sincerarse:

—He dedicado varios años a proteger espacios naturales. Estoy cansada. Recibo críticas y veo que los problemas ambientales son enormes. A veces me siento incapaz. Es como intentar vaciar el mar con una taza.

Secreto de confesión

La anciana asintió sin sorprenderse. Miró el fuego que palpitaba en la fogata cercana y recordó una historia:

—Hace mucho, contaban que un bosque inmenso se prendió en llamas. Las llamas consumían árboles viejos y brotes jóvenes. Había animales corriendo en todas direcciones. Mientras todos buscaban salvarse, surgió la figura de un colibrí. Sus alas vibraban, y volaba hacia un arroyo. Allí recogía unas gotas de agua en su pequeño pico y volvía para dejarlas caer sobre el fuego. Luego repetía la acción.

Eva escuchaba atenta. La anciana continuó:

—Las criaturas grandes se rieron. Decían que un colibrí no podría apagar un incendio de esas dimensiones. Pero él respondía que hacía lo que estaba en su mano. Esa determinación conmovió a otros, que empezaron a colaborar de distintas formas: soplando cenizas, acarreando agua, o alejando ramas secas que alimentaban las llamas. El fuego se vio contenido y, con el tiempo, apareció la lluvia que terminó apagándolo. Nadie por sí mismo habría logrado apagarlo, sin embargo, la chispa del colibrí inspiró a los demás.

Eva sintió un nudo en la garganta. Reflexionó sobre la magnitud de los retos que ella misma pretendía asumir. La anciana le sonrió y puso su mano sobre la de Eva:

—Cada acción tiene un valor, aunque sea pequeña. Recuerda que a veces nos subestimamos. Creemos que todo es demasiado grande. Puede que necesitemos otros colibríes para salir adelante.

París

Aquella noche, Eva casi no durmió. El canto de los grillos y el rumor del viento la mecían, mientras en su interior se gestaba un cambio. Estaba en un lugar remoto, pero algo en esas palabras la hizo sentir más cerca de sí misma que nunca. Recordó las reuniones en la ciudad, sus informes, las jornadas infinitas. Percibió que había olvidado esa chispa inicial que la impulsaba a actuar con ilusión, como el colibrí.

Al día siguiente, el grupo exploró campos de siembra situados a orillas del río. Los lugareños mostraban cómo protegían los bancales del sol extremo y cómo rotaban cultivos para mantener la fertilidad. Eva tomaba notas, grababa pequeñas entrevistas y hacía fotos de las variedades de semillas locales. Su mente, normalmente cargada de urgencias, descubría la belleza de acciones aparentemente modestas. Un aldeano le mostró una porción de tierra donde crecían plantas que protegían de plagas, sin necesidad de químicos. Otro le enseñó cómo recogían agua de lluvias para regar las hortalizas en las temporadas más secas.

Mientras recorría aquel paisaje, pensó: “Tal vez lo que hago en mi ciudad sea un modo de llevar una gota de agua al incendio. No resolveré todo, pero puedo animar a otros a cooperar”. Con esa idea, sintió un alivio. Por primera vez en meses, no tenía la urgencia en la garganta. Observaba con calma y reconocía que siempre habría fuerzas que la superarían, pero cada pequeña contribución encendía una esperanza.

Pasaron varios días en la comunidad. Eva ayudó en la cocina, aprendió a distinguir hierbas medicinales y habló con la anciana que le había contado la historia del colibrí. Conversaban sobre la lluvia, las estaciones y la importancia de cuidar la tierra que un día heredarán los más jóvenes. Eva descubría que, en esas palabras sencillas, habitaba una sabiduría profunda.

Cartas de amor de un soldado

Al anochecer, se reunían alrededor de un fuego a cantar. Eva, que solía escribir informes llenos de tecnicismos, empezó a escribir textos más personales sobre lo que sentía y aprendía allí. En uno de ellos, reflejó la historia del colibrí, añadiendo los detalles que la anciana le había contado. Al leerlos en voz alta, se emocionó, sintiendo un calor en el pecho que hacía tiempo no percibía.

La última tarde, antes de emprender el regreso, la anciana la llamó junto a un árbol ancho, donde crecían flores rojas en las ramas más altas. Sentía curiosidad por ese lugar, pues escuchó que era un sitio al que los aldeanos acudían a orar por la tierra. La mujer señaló una de las flores, donde revoloteaba un colibrí de pecho dorado. Sus alas se movían con viveza, y su pico rozaba el néctar. El destello iridiscente pareció un guiño. La anciana se acercó a Eva y le habló:

—¿Recuerdas lo que te conté? A veces la fuerza de un simple colibrí moviliza a otros seres. Si cargas con toda la preocupación del mundo, sentirás que el incendio es infinito. Si usas tu energía para animar a una persona, a dos, a tres, a un grupo, tal vez provoques el cambio que hoy no es visible.

Eva sintió un hormigueo en sus manos. Agradeció a la anciana y prometió que, cuando volviera a la ciudad, compartiría aquello que había vivido. Luego se despidieron con un abrazo. Partir resultaba agridulce, porque en pocos días había sentido el calor de un lugar que, aunque sencillo, latía con una intensidad distinta.

El viaje de vuelta no fue fácil: el autobús tuvo que detenerse por un derrumbe en la carretera, y tardaron varias horas en despejar el paso. Mientras esperaban, algunos integrantes del grupo se impacientaban, mirando la hora. Eva, sin embargo, comprobó que su reacción interior había cambiado. Abrió su cuaderno y escribió reflexiones sobre la paciencia, sobre cómo aquel contratiempo les permitía contemplar el paisaje y conversar entre ellos. Varias personas aprovecharon para charlar, reír e intercambiar impresiones. Eva notó que, en otra ocasión, ella misma habría estado pendiente de los mensajes en el móvil y lamentando el atraso. Esta vez, descubría la oportunidad de estrechar lazos.

Al llegar a la ciudad, retomó su rutina. Sin embargo, algo en ella se sentía distinto. Revisó los correos con peticiones, atendió varias llamadas y notó que la ansiedad había bajado. Un colega le insistía para participar en una protesta masiva, otro requería su presencia en un congreso. Con serenidad, analizó qué podía aportar en cada evento sin caer en el agotamiento. Seleccionó las actividades en las que su voz resultaba más necesaria y donde se sentía capaz de cumplir bien su función.

Preparó una charla en un colegio de la zona, con adolescentes que querían saber más sobre la contaminación en ríos. Allí, en vez de bombardearlos con cifras alarmantes, optó por contar anécdotas sobre la comunidad indígena, las rotaciones de cultivos y la historia del colibrí que enfrentaba el fuego. Los estudiantes escuchaban con los ojos abiertos, y al final se levantaron para aplaudir. Una joven se le acercó y le confesó que sentía ganas de organizar un equipo en su barrio para plantar árboles. Eva la animó, regalándole un pequeño folleto con ideas prácticas.

Aquella tarde, Eva se sintió plena. Tenía claro que no resolvería todos los conflictos ambientales, aunque comprobó que su pequeña acción —como la gota de agua del colibrí— podía encender la chispa en otras personas. En las semanas siguientes, se involucró en proyectos concretos, con grupos reducidos, y se dio cuenta de que la unión de esfuerzos conseguía avances tangibles. Si alguien la criticaba por no participar en todo, respondía con calma que era más útil concentrarse en lo que podía hacer con eficacia, en vez de agotarse en mil frentes.

En una reunión posterior con varias asociaciones, contó brevemente la experiencia en la comunidad indígena. Relató la forma en que comprendieron la importancia de cuidar la tierra sin explotar cada recurso hasta la extenuación. También habló de la anciana y su lección:

—Todos podemos ser ese colibrí que lleva gotas de agua al incendio. Es cuestión de mantener viva la intención y compartirla con otras personas.

Varios asistentes se motivaron, y empezaron a planificar iniciativas colaborativas.

Con el paso de los meses, Eva se enfocó en crear materiales educativos para centros vecinales. Su vida seguía repleta de llamadas y correos, pero sentía un equilibrio: dedicaba parte de su tiempo a su propia formación, meditaba, caminaba por parques urbanos y cuidaba unas macetas en la terraza de su apartamento. Experimentaba la alegría de ver cómo germinaban semillas de hierbas aromáticas. Ese simple acto, para ella, representaba el mismo espíritu de la gota de agua del colibrí.

En una ocasión, la llamaron para participar en un evento internacional. Eva dudó, pues temía volver a las jornadas extenuantes donde se sumaba presión a su vida. Sin embargo, aceptó con la condición de que su intervención fuera breve y centrada en acciones concretas para involucrar a más personas. Al llegar al congreso, compartió la historia de la anciana y el colibrí ante un auditorio que esperaba escuchar cifras y estadísticas formales. Algunos se sorprendieron, pero aplaudieron con entusiasmo. Un asistente, proveniente de otro país, le habló de su propia experiencia con campesinos que recuperaban semillas tradicionales. Eva sintió que aquella anécdota se convertía en un puente para conectar con otras realidades.

Pronto se encontró con más gente que deseaba cooperar, y se dio cuenta de que, cuando la inspiración se enciende, la cooperación llega de formas inesperadas. Un día recibió un correo de un grupo de jóvenes que, tras oírla, habían creado un taller de reciclaje para niños. Además, un par de asociaciones le escribieron para contarle que habían pintado en un mural la imagen de un colibrí regando un incendio, acompañada de una frase: “El mundo se cura con la unión de pequeñas acciones”.

Así fue como Eva descubrió que, en lugar de tratar de resolver todo a la vez, era más valioso mantener la llama viva, animando a otros a sumarse. En su casa, comenzó a decorar un rincón con fotografías de sus viajes y con pequeños dibujos de colibríes que iba recibiendo de seguidores de sus charlas. Ese espacio le recordaba cada día su encuentro con la anciana y su mensaje poderoso.

Mientras organizaba sus notas, encontró un regalo que le había dado la mujer antes de marcharse de la comunidad: una pulsera tejida con hilos verdes y azules, que simbolizaban la selva y el cielo. Al tocarla, sintió un latido de gratitud. Sabía que jamás olvidaría aquella conversación a la luz del fuego, ni la sencillez con que la anciana resumió el sentido de luchar por algo grande sin quedar atrapada en el temor a fracasar.

Eva siguió adelante. En algunos periodos se sentía cansada, pero el recuerdo del colibrí le devolvía la ilusión. Comprendió que el bosque de la vida tiene fuegos por doquier y que, igual que la naturaleza, cada persona tiene límites. Cada gota que se aportaba sumaba en el proceso de calmar las llamas.

Con el tiempo, empezó a escribir un pequeño libro con experiencias, anécdotas y consejos para quienes deseaban implicarse en la defensa de la tierra. Uno de los capítulos se titulaba precisamente “La historia del colibrí”, y allí narraba cómo conoció a esa anciana y lo que aprendió de ella. Añadió reflexiones sobre la fortaleza interior que nace de reconocer que la tarea puede ser gigante, aunque cada aportación cuenta.

Eva entendió que, para inspirar, no era necesario gritar más alto que los demás. Bastaba con hablar desde el corazón, mostrando el valor de las pequeñas acciones. Lo comprobó cuando varios centros educativos empezaron a invitarla a charlas en las que relataba aquella tarde en la comunidad. Al ver la mirada ilusionada de quienes la escuchaban, supo que algo estaba germinando. No sería inmediato, pero la semilla estaba ahí, como un prometedor brote que sale a la luz en el momento oportuno.

Pasado un año de aquel viaje, llegó a sus manos una carta. Provenía del mismo lugar donde conoció a la anciana. Un joven escribía en su nombre, contando que la anciana seguía tejiendo y narraba la fábula del colibrí a quienes pasaban por la aldea. Decía que esa historia ya había animado a varias familias a reforestar un terreno cercano, cuidando plantones para regenerar el bosque. Eva se emocionó hasta las lágrimas, sintiendo que, aunque sus mundos estuvieran separados por kilómetros, estaban unidos por el latido de esa misma esperanza.

En su respuesta, agradeció el gesto y les mandó una foto en la que aparecía con el mural del colibrí pintado en la ciudad, rodeada de niños que se acercaban a preguntar por el significado. Agregó unas palabras de aliento, recordando que la ilusión se multiplica cuando se comparte.

Una noche, después de una de sus charlas, Eva se sentó en su pequeña terraza. Desde allí se veía un cielo con pocas estrellas debido a la contaminación lumínica, pero ella cerró los ojos y se imaginó en medio de aquella comunidad, oyendo el murmullo del bosque. Visualizó al colibrí batiendo sus alas con determinación. Sintió la brisa pasar entre sus cabellos y recordó la calma que experimentó al interiorizar que cada uno cumplía un papel en este mundo. Por fin entendía que el peso que la agobiaba no dependía de la cantidad de problemas que existían, sino de la creencia de que ella debía afrontarlos sin ayuda. Sin embargo, el colibrí no se enorgullecía de apagar el fuego por sí mismo, sino de continuar, gota tras gota, y de contagiar a otros de su empeño.

Eva sonrió para sí. Quizás aquella anciana tenía razón: no era cuestión de medir la eficacia por los resultados inmediatos, sino de valorar la coherencia de las acciones diarias y la capacidad de sembrar ilusión en los demás. Así, mirando la urbe con sus luces y oyendo a lo lejos el rumor de los coches, retomó sus fuerzas para continuar su camino. Sintió que, después de todo, la esperanza anida en cada paso, y que siempre cabe la posibilidad de que un simple colibrí inspire a la gente a creer en el poder de las pequeñas gotas de agua.

Moraleja de «La activista y el colibrí»

La historia de Eva y el colibrí nos enseña que las mayores dificultades pueden parecer inabarcables cuando se analizan en su totalidad. Hay problemas que dan la impresión de aplastar la voluntad, precisamente porque rebasan nuestra capacidad de respuesta individual. Sin embargo, tal como demuestran las vivencias de esta joven activista, existen maneras de afrontar la incertidumbre y de mantener viva la motivación.

El primer mensaje que emerge del relato es la fuerza de la colaboración. Eva descubre que no tiene que cargar con toda la responsabilidad, y que su labor cuenta más de lo que cree cuando conecta con otras personas. Si uno centra la atención en el ejemplo del colibrí, ve que no busca brillar en solitario, busca despertar la conciencia colectiva. Cada paso de Eva refuerza la idea de compartir inquietudes y objetivos, implicando a compañeras y compañeros de proyectos, docentes y colectivos dispuestos a contribuir con ideas.

El segundo aprendizaje se vincula con la importancia de rescatar la chispa que inició el compromiso. La protagonista, al viajar a la comunidad indígena, redescubre la ilusión que la impulsó en su etapa inicial. Esa misma energía, encendida por la conversación con la anciana, actúa como un faro. Recuperar la inspiración no implica dejar de reconocer la magnitud de los desafíos, sino asumir que los cambios se gestan a partir de acciones concretas, por pequeñas que parezcan.

El tercer aspecto valioso radica en la necesidad de dosificar el esfuerzo. Cuando Eva regresa, decide seleccionar sus actividades y concentrarse en objetivos que sean factibles. Esto no reduce su pasión, más bien la canaliza de un modo sostenible. Dedicar tiempo a cultivar macetas en su terraza o a dar charlas en lugares específicos se convierte en un ejercicio de equilibrio, donde evita dispersarse en múltiples frentes que le impidan avanzar.

La historia nos deja claro que uno puede llevar una gota de agua a un incendio, y tal vez esa gota no extinga las llamas por completo, pero sí enciende la colaboración de otros. Cada vez que alguien comprende que su aporte, aunque sea modesto, vale la pena, surge un efecto contagioso en el entorno. Incluso si el problema permanece, la manera de encararlo se transforma: la esperanza reemplaza la impotencia, y las redes de personas comprometidas se vuelven más sólidas.

Otro punto clave es la reconciliación con la realidad. Muestra que incluso ante un panorama difícil, existen ventanas de oportunidad para avanzar. La voluntad de compartir historias, de motivar a otros, de proponer iniciativas tangibles, se convierte en la mejor receta contra la parálisis que provoca la desesperanza.

Hay que reconocer la fortaleza de las acciones pequeñas. Eva se da cuenta de que cada gota contribuye a proteger el planeta, a inspirar a las nuevas generaciones y a sostener la llama de quienes se sienten cansados. Con el ejemplo del colibrí, recordamos que no hace falta ser el héroe que apaga el fuego con sus propios medios. Lo esencial es perseverar en el intento, despertar conciencias y mantener la convicción de que somos parte de algo más amplio.

Cada vez que nos veamos abrumados, vale la pena recordar las palabras de la anciana. Ella sugiere que las grandes victorias se conforman de pequeños triunfos compartidos, y que cada acto honesto impulsa a los demás a buscar sus propias soluciones. Así, la historia nos anima a convertirnos en ese colibrí que no duda en intentar. Tal vez, de esa perseverancia, nazca la chispa que transforme el temor en esperanza y el agotamiento en propósito renovado.

¿NECESITAS AYUDA CON TU NOVELA? CONTACTA CON NOSOTROS

TAMBIÉN TE PUEDE INTERESAR:

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Rellena este campo
Rellena este campo
Por favor, introduce una dirección de correo electrónico válida.

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.

NUESTROS LIBROS

Como publicar tu libro en Amazon
Cómo publicar un eBook
Portada El Secreto de Vanessa
las aventuras de pablo
MEREDI NIVEL I
Abrir chat
1
Escanea el código
Hola
¿En qué podemos ayudarte?